IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Sigfrida
Carla Carreira, 17 años

                Colegio Ayalde (Vizcaya)  

Con dos trenzas que botaban a los dos lados de su cabeza y con botas bailonas, aquella mañana de invierno Sigfrida salió de su casa. Como de costumbre, pasó por delante de la casa de Jovi y quitó la fina capa de nieve que se había acumulado durante la noche sobre el buzón. Luego prosiguió su camino por el sendero que llevaba al centro del puebl,o mientras acariciaba la moneda de su abuelo que le pendía del cuello.

-¡Buenos días Sigfrida. ¿Quieres acercarte al fuego?...Tengo un trato que ofrecerte! –le saludó el alcalde desde la taberna.

La cara de Sigfrida se convirtió en un poema.

-¿Trato?... ¿Qué trato?... Es decir, ¿cuánto?... -. Sus ojos marrones parecían dos taladros, tan calculadores y tan poco habituales en una niña de once años.

-En pocos días van a llegar al pueblo unas personas muy importantes, unos mercantes con mucho dinero que gastar. Ya me entiendes... Necesito alguien que se ocupe de que todo esté limpio y ordenado para cuando vengan. Además...

Sigfrida le interrumpió con la mano.

-¿Cuánto?

-Diez al día. Y son siete días.

-Quince -respondió feroz, ladeando la cabeza.

Cuando se trataba de negocios, Sigfrida era una fiera.

-Doce y es mi última oferta –le respondió el alcalde con las cejas levantadas.

Ella asintió con una sonrisa deslumbrante y le tendió la mano. Así cerraron el trato.

-Entonces, puedes empezar hoy mismo. Necesito que revises los mecanismos de la fuente de la plaza; encontrarás, en la cabaña junto a mi casa, las herramientas y las llaves para abrir el subterráneo.

Como una bala, la chiquilla se levantó y puso rumbo hacia la casa del alcalde.

Tardó más de dos horas en encontrar la dichosa llave. La buscó por todas las estanterías y cajones del cobertizo, y de paso examinó los curiosos objetos allí guardados, entre ellos tres hojas del periódico local, con al menos tres años, que se metió en el bolsillo de su raído abrigo.

Al final, las llaves estaban en una caja de herramientas. Sigfrida salió con parsimonia hacia la plaza, canturreando.

Pasó a la sala de máquinas. Había estado allí, en más de una ocasión, junto a su padre. Se sentó en el suelo y sacó el contenido de los bolsillos de su abrigo. Tenía un mendrugo de pan duro, una canica rota y las hojas de periódico. Ella no era aficionada a la lectura, pero aquellos pliegues le llamaban a gritos. Los desdobló y comenzó a repasar las noticias con el dedo. Estaba a punto de abandonar la lectura cuando descubrió el nombre de su abuelo:

“A pesar de que nos ha dejado, todos estamos seguros de que su tesoro, si alguien lo encuentra, será repartido entre todos los vecinos del pueblo, pues era un hombre generoso”.

Sigfrida no pudo seguir leyendo; aquello le resultaba demasiado doloroso. El pueblo le había robado una parte de su patrimonio. Incluso su padre le había ocultado la verdad sobre el abuelo.

Meció la moneda que llevaba al cuello y recorrió con la yema de sus dedos el relieve del disco metálico, como acostumbraba cada vez que le venía una preocupación. Mas aquella vez notó algo diferente: la moneda tenía una ranura. La rasco con la uña y, para su sorpresa, se abrió un compartimento diminuto en el que encontró un papel aún más pequeño. Lo desplego con mimo y leyó el mensaje: “Sigfrida, la solución a tus problemas se encuentra bajo tu propia casa”.

¡No podía creerlo! Era como si el abuelo le hablase desde el más allá.

Dejó la caja de herramientas y la llave en el suelo. Corrió y corrió sin detenerse tan siquiera a saludar a nadie. Le dolía el pecho a causa del frío, pero llegó a su casa más rápido que ninguna otra vez. Se quitó el abrigo y las botas. Temblaba tanto que le pareció una eternidad lo que tardó en desabrocharse los botones. Después se escurrió por una grieta que conocía bien: llevaba hasta los cimientos de la casa.

Apenas había luz, pero suponía que siendo tan pequeño el recinto no le resultaría difícil encontrar lo que su abuelo dejó para ella. Sin embargo, buscó durante horas. No había nada, ni un misero diamante.

Se sintió decepcionada con su abuelo…, hasta que algo brilló entre la suciedad. Era un refulgir metálico. Se arrastró hasta una caja de latón. La abrió con manos ansiosas. Una nota solitaria reposaba en el fondo: <<Busca tu propia suerte, Sigfrida. No intentes vivir de la fortuna de otros. Ah... Y nunca te fíes de nadie, ni siquiera de un abuelo muerto>>.