IX Edición
Curso 2012 - 2013
Sin respuesta
Miguel Jiménez de Cisneros, 15 años
Colegio Tabladilla (Sevilla)
La sesión plenaria de aquella tarde de febrero parecía una más. Uno a uno, los diputados votaban a favor o en contra de la investidura del nuevo presidente, que debería hacer frente a la crítica situación nacional.
Él estaba allí, sentado en su escaño, confuso. Su turno era de los últimos. Pero su cabeza no estaba allí, sino a quinientos metros, en la calle. Pensaba en la situación de la sociedad. Había jóvenes como él, ancianos como su abuelo, niños como sus primos pequeños... y todos tenían en común pertenecer a un mismo país, por lo que no terminaba de entender por qué se enfrentaban. No sabía cómo aplaudir al portavoz de su partido ni por qué negaba valor a todo lo que decía su opositor.
De estos pensamientos le sacó un barullo. Golpes y gritos. Tiros. De repente, una masa de hombres de verde entró en la Cámara. Más tiros… Se lanzó al suelo instintivamente. Había disparado aquel que parecía el cabecilla.
Su mente se llenó de furia contra aquellos militares. La ira llenó su mente. Sin embargo, los minutos lo fueron tranquilizando. Pasado un rato, les obligaron a abandonar la sala para pasar a estancias contiguas. Fue cuando se fijó en los asaltantes: vestían todos de igual manera y no le sorprendió que fuesen miembros de la seguridad del Estado. Lo que realmente le impresionó fue la expresión de su rostro. Cruzó la mirada con la de uno que tendría unos sesenta años. Se preguntó si aquellos hombres eran enemigos de la libertad, si tenían algo en su contra por representar al pueblo, si actuaban obligados o creían en una causa justa. Entonces entendió que ambos creían en lo mismo: el bien común. Igual que el resto de los diputados, los ancianos, los niños, los profesionales y aquellos que se encontraban sin trabajo. Todos querían lo mismo: paz y seguridad. ¿Por qué, entonces, se hallaban divididos?
Al cabo de un rato, sentado en un rincón de aquella sala, creyó encontrar una razón: los métodos, los caminos. Cada uno buscaba el mismo objetivo pero utilizando vías distintas. Todos creían tener la razón, y puede que todos tuviesen una parte de ella. Este tipo de pensamientos le fluyeron durante toda la noche.
<<Divididos no lograremos nada>>, se decía.
Amaneció. Seguía sin entender por qué habían llegado a tal situación de enfrentamiento.
<<¡Somos libres!>>, gritaron algunos colegas. Comenzaron a salir a la calle. Se fijó en algunos de los asaltantes que, ya sin autoridad, dejaron de contener a la marea de diputados que corrían felices hacia las salidas donde la prensa y la ciudad les esperaban. Los rostros de los que la tarde anterior habían entrado con vigor, fe y ánimo en aquel edificio se habían mudado a la derrota y la tristeza.
<<¿Son ellos malos y nosotros buenos?>>, se preguntó una vez más. Y una vez más no obtuvo respuesta. En la calle, decenas de furgones de Policía formaban una cadena. Los periodistas se aglutinaban junto a las vallas de seguridad, esperando hablar con los diputados.
Pero él se alejó con el recuerdo de las caras de aquellos militares, cabizbajo, sin saber si estaba contento o triste, sin saber qué decir.