XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Sin testigos

Emma Roshan, 15 años

                  Colegio Iale (Valencia)    

Las siluetas de los árboles en la distancia se recortaban contra el crepúsculo. Una brisa mecía las agujas de los pinos mientras la luna comenzaba a aparecer en el cielo plagado de estrellas, como un rostro con cráteres. Las montañas se divisaban a lo lejos, cubiertas de nieve.

Desde la popa del barco, Dana sentía el viento arañando sus mejillas. Se cubrió los agrietados labios con la bufanda. El paisaje era hermoso, pero ya no se veía capaz de sentir aquella belleza.

—Es una tarde preciosa —murmuró una voz detrás de ella—. Muy fría, ¿no crees?

Dana se dio la vuelta para encontrarse frente a frente con el joven capitán. La muchacha se enderezó y apretó la barandilla del barco con fuerza, hasta que sus nudillos se volvieron blancos. El capitán se acercó a ella, apoyándose en la barandilla justo a su lado.

—Aquí no hay nada más frío que tu corazón —respondió Dana, entrecerrando los ojos, hasta que se convirtieron en dos finas rendijas.

—¡Qué poética estás hoy! —dijo el joven, sonriendo burlonamente—. De todos modos, es una pena que todo esto se acabe.

Dana le observó, extrañada. Era la primera vez que le miraba directamente a los ojos desde que había subido al barco —o más bien, la habían forzado a subir—. Trató de descifrar los pensamientos del capitán, pero lo único que veía era el color zafiro de sus pupilas. Él pareció averiguar lo que pensaba.

—Es una lástima que ya no nos sirvas –pronunció-. Estoy seguro de que habrías sido una gran escritora.

Dana abrió los párpados, horrorizada, y trató de alejarse de él, pero resbaló en un charco y estuvo a punto de caerse al suelo.

—Tu hermano ha huido —le explicó el capitán—. Ya no nos sirves como rehén, Dana, y es una verdadera pena que no podamos dejarte marchar. No se nos permite dejar testigos, lo sabes —esbozó una sonrisa amarga.

—No, por favor... —musitó.

La agarró de los hombros y rugió una orden, ignorando sus sollozos desesperados. De una portezuela surgieron dos hombres que portaban un pesado bloque de hormigón. Lo ataron con una cadena al tobillo de la chica, que en vano trató de zafarse de los brazos de su captor. Comenzó a chillar, pero el capitán le tapó la boca con la mano.

Todo pasó muy rápido. El capitán alzó a Dana por encima de la barandilla. Ella no tuvo tiempo para agarrarse a ella y perdió el equilibrio, precipitándose al mar. Su visión se volvió borrosa por culpa de sus cabellos, que se agitaron mientras caía. Antes de zambullirse escuchó un «lo siento» ahogado por el sonido del viento.

Dana sintió un nudo en la garganta al escuchar su voz rota y se dio cuenta de que él era sincero. Pronto, sus pensamientos se fundieron con el mar. A través de la oscuridad de las aguas, observó el barco hundiéndose en las estrellas.