XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Sus cadenas

Victoria Martín Santiago, 16 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)    

«¿Para qué complicarme la vida?», pensó Raúl. «Déjalo estar», le decía la voz de su conciencia.

Lo más fácil era olvidarse de todo y seguir adelante, como muchas otras veces había hecho. Solo tenía que volver a su vida normal, como si nada, llenarse la cabeza de otras cosas.

Sin embargo, volvía a estar sentado con la cabeza gacha escondida entre las manos y los ojos cerrados con fuerza. A sus cincuenta y dos años, no había pasado un solo día en el que no hubiera sentido, al menos por un instante, un pinchazo de culpabilidad, un pequeño recordatorio que lo atormentara.

Esta vez, un extraño e inusual impulso le había obligado a pararse un momento a pensar. Le costaba; no solía meditar sobre su vida. Siempre encontraba otras ocupaciones de las que estar pendiente: el trabajo, su equipo de baloncesto, María… Nunca tenía tiempo para hacer un parón en su frenética y desordenada vida.

Ahora estaba solo, sin nadie ni nada a su alrededor con lo que distraerse.

«¿Qué estoy haciendo aquí?».

De repente se sintió ridículo. No tenía ningún sentido agobiarse por algo que había pasado hacía tantos años, por algo que podía olvidar. Pero, a pesar de parecer tan convencido, rondaban su mente pensamientos contradictorios que le confundían y le obligaban a permanecer sentado.

Raúl nunca había tenido demasiadas inquietudes; no le daba vueltas a lo que ocurría a su alrededor ni a él mismo. Simplemente las cosas le parecían bien o le daban igual. Esta sensación de culpabilidad, miedo e inseguridad insuperable era nuevas para él. Se sentía incómodo. Solo quería que todo aquel desconcierto desapareciera, pero no sabía cómo.

¿Por qué tuvo que dejarse llevar por su egoísmo y hacerle tanto daño a aquel hombre? Parecía que una pizca de arrepentimiento afloraba por fin en su corazón.

«¿Pero, qué hiciste?».

De nuevo se sintió culpable, se vio cruel.

Empezaron a temblarle ligeramente las piernas. Entonces quiso ponerse en pie, pero vaciló un instante y apenas llegó a separarse del banco. La cabeza comenzó a dolerle y notó que el sudor le empapaba el cuello. Todo era absurdo; no debía dejarse engañar, no debía ser tonto. El orgullo que lo cegaba estalló en su interior y le abrió los ojos de golpe. El corazón le latía rápido y respiraba con fuerza. Suspiró y se puso en pie con energía. Con ese suspiro acababa de condenarse de nuevo a las cadenas que arrastraba desde hacía tanto tiempo.

Se alejó con paso firme de aquel confesionario. No se figuraba que —por más que no la quisiera ver— aquella culpa no dejaba de existir.