XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Timoteo Daurella 

María Ripol, 16 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Todavía no había amanecido cuando Timoteo recorría melancólico los jardines de su nuevo internado. Sus padres lo habían enviado a semejante lugar a causa de sus malas calificaciones en el anterior colegio, y desde su llegada le invadía una insistente tristeza.

El chico no había tenido una vida fácil: era el pequeño de tres hermanos, dos de ellos ejemplares en sus calificaciones escolares. Además, sus padres sólo entendían de exigencias y perfección en las responsabilidades que debía asumir cada uno de los miembros de la familia. Por si fuera poco, al cambiar de colegio no solo había dejado atrás a sus amigos, sino que también había abandonado su pasión por la escritura. Su padre le aseguraba que sus malas notas eran consecuencia del tiempo que perdía fantaseando delante de un papel, <<Así que estoy determinado ha hacer lo que esté de su mano con tal de que termines con esa absurda obsesión>>.

Cansado de caminar, se sentó en uno de los bancos del jardín y abrió su libreta. Permaneció un buen rato releyendo sus escritos.

–¿Qué te ocurre? –le preguntó la voz amable de un hombre de avanzada edad–. ¿Cómo te llamas? 

–Timoteo, señor. Timoteo Daurella. Solo me despedía de mi libreta  –dijo, volviendo la mirada al cuaderno.

–¿Te despides de una libreta? –preguntó el anciano con asombro mientras se sentaba a su lado.

–Así es, señor. Al fin he comprendido que mis historias son una distracción. Mi padre está en lo cierto… Ha llegado el momento de madurar, de actuar como un hombre, de dejar atrás mi sueño infantil y comenzar a estudiar con el pensamiento dirigido a mi futuro.

–Ya veo –comentó–. Pero, si estás tan convencido, ¿por qué sigues con la libreta en la mano? 

Timoteo se levantó del banco para dirigirse a la papelera más cercana, pero cuando la tuvo en frente fue incapaz de tirar el cuaderno. Cabizbajo, volvió a tomar asiento.

–Lo suponía. Tú no crees que escribir sea un capricho –. El chico se encogió de hombros, antes de que el viejo prosiguiera–. Los escritores debemos ser fuertes, a pesar de lo que nos digan aquellos que no nos entienden. Nacemos para compartir historias con los demás, para llenar de vida a quienes nos leen. Así que no te rindas, Timoteo, y escribe.  

Al chico se le dibujó una sonrisa momentánea; el recuerdo de las palabras de su padre volvió a apagarle el rostro. Como si el anciano lo adivinara, lo tomó del hombro.

–Tu padre no es un obstáculo, créetelo. Tienes que demostrarle tu talento de la mejor manera que sabes: escribiendo. 

–¿Qué quiere decir?

–Que le escribas –insistió–. Escríbele lo que sientes, lo que anhelas y aquello con lo que sueñas. Entonces, te comprenderá. También mi padre pensaba que iba a malgastar mi vida, hasta que le hice ver que para ser feliz no nos hace falta un futuro seguro, sino una razón para vivir.

El rostro de Timoteo se iluminó con una sonrisa. 

–Así que mi carrera de escritor es posible…

–Claro, pero sin abandonar los estudios. Ambas cosas pueden y deben compaginarse. 

El chaval se quedó pensativo.

–Pues tiene usted toda la razón. Gracias, señor… 

–Timoteo. Me llamo Timoteo Daurella –le tendió la mano con simpatía, antes de desaparecer. 

El muchacho nunca supo si aquello había sido real, un sueño o una alucinación. En todo caso, no fue casualidad, pues a partir de entonces retornó a sus narraciones y comenzó a sacar buenas notas. Y aunque Timoteo Daurella no se convirtió en un gran escritor, fue profesor de Literatura, con lo que no se hizo rico, pero encontró una razón para vivir.