XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Tinta invisible 

María del Carmen García Lea, 15 años

Colegio Altaduna (Almería)

Cinco años después, el misterio no se había resuelto y la policía había dado el caso por cerrado. Sin embargo, las sospechas de Hércules le impedían hacer lo mismo. 

Aquel crimen le resultaba muy cercano, pues la víctima fue su mejor amigo. Durante la primera semana de duelo, a causa de la impresión, el detective perdió el apetito, hasta que la policía le anunció que ante aquella muerte que parecía haber sido premeditada, sus agentes no conseguían atar cabos. Entonces, no se lo pensó dos veces y decidió indagar por su cuenta. No tardó en llenar una plancha de corcho con fotografías sujetas por chinchetas que se conectan entre sí mediante un hilo rojo. Adentrarse en su casa suponía perderse entre montañas de papeles y objetos presuntamente relacionados con el delito.

***

Un lustro después, Hércules seguía buscando una pista que le permitiese avanzar. Pero rastro que encontraba, rastro que le llevaba a un callejón sin salida. Hasta que, de pronto, se acordó de la tarde que encontró un sobre bajo el felpudo, sellado con lacre burdeos. Lo tomó y entró en su despacho a toda prisa. Allí separó con cuidado el sello del sobre, y en su interior halló un papel blanco. 

Empleó meses en intentar descifrar el misterio de aquella hoja, pero no llegaba a ninguna conclusión. Probó con un microscopio, con luz ultravioleta y otras técnicas, pero no conseguía resultados: el papel siempre permanecía en blanco.  

Hacia las siete y cuarto de la última mañana de septiembre, cuando aún estaba dormido, sonó el timbre. Hércules se levantó de la cama con un salto, se puso el batín y acudió para ver quién había decidido acercarse a saludarlo. Para su sorpresa, no había nadie detrás de la puerta sino un limón sobre el felpudo. 

<<Debe tratarse de una broma>>, pensó al volver a su habitación, en donde intentó conciliar el sueño, pero su cabeza era tan traicionera que comenzó a darle vueltas al significado de aquella fruta.

Se incorporó y abrió el ordenador portátil, en el que buscó, documento tras documento, lo que había leído relacionado con las propiedades del cítrico.

–¡Ahá! –se dijo victorioso–. Su zumo puede emplearse como tinta invisible. 

Guiado por los pasos que señalaba aquella receta, encendió un mechero y colocó la llama justo debajo de la hoja de papel. A los pocos segundos, se imprimió un rastro amarillento en el que se dibujaron algunos trazos. Eran números: seis, cuatro, nueve.

–Otra pista con mensaje oculto –rezongó.

Aquellas cifras escondían algo, y tenía que averiguar de qué se trataba. Impulsado por sus corazonadas, agarró el sobre y fijó su atención en el sello de lacre. El símbolo le resultaba familiar: una “M” ornamentada, superpuesta sobre una “P”. 

Abrió un libro que había ojeado días antes y, tras repasar página por página, dio con lo que buscaba: “Mansion Pearson”. Era la residencia de una de las familias más pudientes de Londres, donde trabajó su amigo durante más de siete años.

–¡Qué casualidad!... –. Se atusó el bigote.

Por fin tenía una pista por la que volver a empezar. Se acercaría a aquella vivienda para descubrir qué significaban los números invisibles que se habían colado bajo su puerta.

***

A las doce del mediodía Hércules llegó a la residencia. Tocó al timbre del jardín, sin saber con qué excusa presentarse.

—¿Quién es? –inquirió una voz dulce y delicada.

—Negocios, vengo a hablar de negocios –fue lo primero que se le ocurrió.

Un sonido de clavijas inundó el silencio del elegante barrio cuando las pesadas puertas de hierro comenzaron a desplazarse en sentidos opuestos, permitiéndole el paso.

Una mujer uniformada le condujo a una sala. Allí, sentado junto a la ventana, se encontraba Patrick Pearson, el famoso millonario, quien clavó los ojos en el detective.

—Buenos días, señor Peaterson –se aclaró la garganta–. He venido desde muy lejos para hacerle una propuesta.

Mientras Patrick lo escudriñaba, Hércules buscó algún objeto que admitiese el extraño código de tres dígitos.

—¿Y qué tipo de negocios requieren que me visite un domingo por la mañana, sin cita previa? –preguntó despectivo.  

—Unos que van a interesarle, se lo aseguro.

—¿Pues a qué está esperando?... Me han preparado el té y se me van a enfriar.

Hércules echó un nuevo vistazo la habitación y… ¡bingo! El cuadro que colgaba de la pared tenía una placa que señalaba que fue pintado en 1374, es decir, 649 años atrás. 

<<Seis, cuatro, nueve>>, contó para sus adentros.

Hércules ya había visto la obra, pero en la casa del hermano de su difunto amigo. Al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, no perdió tiempo en despedirse y se marchó de la mansión después de haber improvisado un negocio sin pies ni cabeza por el que, por supuesto, Patrick Peaterson no mostró ningún interés.

Hércules echó a correr hasta que notó que sus pulmones le gritaban auxilio. Entonces se detuvo junto a la esquina de la siguiente manzana, a respirar y a procesar todo lo que había visto. Pensó que su amigo siempre consiguió aquello que quería: el trabajo de ensueño, la mujer más bonita e inteligente, el patrimonio más saneado…  Por su parte, el señor Pearson, tan ambicioso como incapaz, no dudó en cobrarse su envidia mediante el asesinato y el robo de aquel cuadro.

<<Ahora solo me falta acudir a comisaría>>.