XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Un día en el río

Andrea Fariña, 16 años

                 Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)    

Emergió de la nada, como si de algo normal se tratase... Pero para comprender bien esta historia, debería contar todo desde el principio…

Era verano y como tal, hacía un calor asfixiante, así que mi familia decidió pasar el día en un sitio fresco. Si sabemos lo que es el centro de la Península en pleno agosto, encontrar “un sitio fresco” es más difícil que dar con la famosa aguja que se perdió en un pajar.

Mi madre dio con ese lugar, de una forma tan sorprendente como con la que descubre mis calcetines cuando desaparecen en la inmensidad del desorden de mi armario. Y el lugar no era otro sino un río.

Chapoteamos en el agua durante horas. Para el almuerzo extendimos un mantel estampado en cuadros (el rojo y blanco de picnic que todos imaginamos), sobre el que tomamos un pastel de pescado que mi hermana y yo habíamos preparado la noche anterior.

Comimos con buen apetito: si “la playa da hambre”, el río la acentúa. El postre fue lo más esperado, pues como en todos los sábados de verano, mi padre era el encargado de realizarlo. Él es serio, pero cariñoso. Le gusta su trabajo, pero ama a su familia. No soporta la cocina, pero los postres son la excepción que confirma la regla. Si no fuera por su falta de paciencia, podría ser un famoso repostero. Ah, he olvidado contar que vivimos en Salamanca.

Mi hermana y yo estudiamos en la Universidad de Salamanca, la primera de todas, fundada en la Edad Media y conocida por su famosa rana. Luisa estudia Medicina y en septiembre comenzó el cuarto curso. Por mi parte, la Literatura es mi pasión, así que he escogido Filología hispánica.

Pero volvamos a aquella jornada en el río. Hasta el momento, lo que he descrito no deja de ser lo esperable de una familia que disfruta de un día de asueto en plena naturaleza, antes del final de las vacaciones.

Tras el almuerzo, cumplimos otra tradición familiar: una partida de cartas, con el juego de “El mentiroso”. Como de costumbre, ganó mi hermana. Sesteamos un rato antes de volver a bañarnos. Esta vez, entramos al agua con gafas de buceo para descubrir la fauna del agua dulce. Conté varias truchas y también un cangrejo americano.

A las siete regresamos a casa para arreglarnos y salir a cenar en un restaurante junto a nuestros tíos. Pero mi hermana se había olvidado las gafas de buceo y tuvimos que regresar al soto del río. Fue en ese momento cuando vi a un niño salir del agua. Tendría unos diez años y vestía unos harapos. Dejé el bolso en el suelo, me acerqué a él y le pregunte de dónde venía y dónde estaban sus padres.

—Me llamo Lázaro –contestó-. Mis padres murieron hace mucho y he venido a visitar el lugar en el que nací.

—Llamaré a mis padres y te llevaremos a tu casa -le indiqué, convencida de que me tomaba el pelo y de que, seguramente, se había perdido.

Cuando regresé con ellos a la orilla, el niño ya no estaba. Tampoco mi bolso. Entonces me fijé en un cartel oculto entre los arbustos, que tenía escrito “Río Tormes”. <<El Lazarillo>>, pensé, y me reí de su facilidad para hilar mentiras.