IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Un rayo de esperanza

Carlota Barcia Méndez, 16 años

                 La Vall (Barcelona)  

Se acerca al escritorio con los brazos inertes y la espalda encorvada de cansancio. Se sienta en su silla y, apoyando los codos sobre la mesa, deja caer la cabeza entre las manos. Se frota los ojos, que le queman de cansancio. Suspira. Levanta la vista y ve su reflejo fantasmal en el cristal de la ventana. Acierta a distinguir un par de purpúreas ojeras bajo los párpados, fruto de las noches en vela. Cierra la ventana. La habitación ya se ha refrescado lo suficiente.

Vuelve a la cama. Entre las sombras de la noche distingue la figura dormida de su esposa. Está agarrada a la almohada y destapada. Ha tenido tanto calor que ha pateado las sábanas en sueños. Es, tal vez, la noche más calurosa de junio.

De nuevo camina hacia el escritorio, enciende la luz, se sienta y vuelve a mirar la carta del banco, de la que todavía no ha dicho nada a su mujer. No quiere preocuparla antes de tiempo.

Hace un año que Nacho perdió un trabajo temporal como maître en un hotel. El mes siguiente se le acabará el paro. Su mujer trabaja de pediatra en un hospital del centro de la ciudad. Trae el único sueldo, y apenas basta para pagar el colegio de su hija de ocho años, Nagore, la luz, el agua, el gas y la comida. Por eso, desde hace un año no pueden hacer frente a la hipoteca.

Aquella carta le hacía temblar. Nunca un trozo de papel le había producido tanto miedo. Había llegado esa mañana y él, que estaba en casa buscando ofertas de trabajo, esperando junto al teléfono para que lo llamaran, tuvo que practicar su mejor cara de felicidad para cuando llegaran su hija y su mujer.

Al menos, pensó, Nagore empieza las vacaciones la semana que viene. Dejaremos un gasto por un tiempo. Volcarían el dinero del colegio en la hipoteca. Pero no contaban con la respuesta del banco, que les exigía que pagaran en unas pocas semanas la deuda de todo el año. Si no hacían frente a aquella exigencia, les desahuciarían.

Como padre, no podía permitirse dejar a su hija sin un hogar. Pero no sabía qué hacer.

Apagó la luz y salió a la terraza arrastrando los pies. Se aferró a la barandilla con las manos y se balanceó sobre los tobillos mientras miraba el tráfico incesante de la calle bajo sus pies. Era un quinto piso, por lo que la distancia resultaba adecuada para generar un ligero vértigo. Se mordió el labio. Era tan fácil saltar y olvidarse de todas esas preocupaciones mundanas…

Se descubrió inclinándose hacia delante, con la barandilla a la altura de la cintura y los pies de puntillas, como preparado para dejarse caer. De pronto oyó una voz medio dormida a su espalda:

-¿Papi?

Se volvió, devolviendo las plantas al suelo y apartándose de la baranda negra. Se obligó a sonreír para no asustar a la niña. Dios, ¿qué había estado a punto de hacer?... No podía dejar a su hija y a su mujer solas. No debía. No quería. Aquella no era una solución sino una terrible cobardía.

Nagore se frotaba los ojos, con el cabello revuelto por el sueño. Llevaba un peluche del conejo de la suerte cogido por la oreja, a rastras por el suelo.

La cogió en brazos, preguntándole con dulzura por qué estaba despierta. La niña respondió a su pregunta con otra. Cuando le preguntó que hacía allí fuera, el padre, sonriendo, le dijo:

-Mirar las estrellas. ¿Quieres mirarlas conmigo?

La niña asintió.

Se sentaron en una silla, intentando encontrar las constelaciones, difíciles de ver con las luces de la ciudad. Mientras reían y buscaban, el padre abrazó a su hija con más fuerza, estrechando entre sus brazos a su pequeño rayo de esperanza.