IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Veinticuatro meses y un exilio

Miriam Domínguez, 17 años

                   Escuela Zalima (Córdoba)  

Me presento como Khaled, oficial de alto rango del ejército sirio. Hace dos años vivía en un pueblo cercano a Aleppo con mi mujer y mi hijo. Nos dedicábamos a la agricultura, aunque dado mi cargo militar, regularmente recibía la orden de abandonar esa vida humilde, cambiar las azadas por metralletas y bombas.

Nuestro presidente llegó al poder gracias a unas ideas reformistas que considerábamos beneficiosas para la nación. Sin embargo, ha sometido al pueblo a una dictadura en la que no cabe la más mínima señal de democracia. Gobierna Siria bajo un puño de hierro del que nadie puede escapar.

Todos los varones sirios hemos sido educados para matar a sangre fría y sin piedad, como si fuéramos máquinas de destrucción. No se nos puede comparar ni con los más sanguinarios animales.

No recuerdo mi primer asesinato ni a quién arrebaté sus sueños. Simplemente lanzo bombas a los lugares a los que Bashar Al-Assad nos envía, sin pensarlo, calculando la trayectoria y pulsando un botón. Así es como he combatido desde que tengo uso de razón. Primero contra el ejército israelí. Después cambió la dirección de los ataques.

No puedo describir mi desconcierto cuando comprobé que estábamos obligados a luchar contra mi pueblo. Se había iniciado una guerra civil en la que los “terroristas” –tal y como son llamados por el gobierno- eran aquellos que iniciaron una protesta exigiendo cambios, libertades, un respeto a los derechos humanos... Esos rebeldes son los responsables de que me haya visto obligado a masacrar a mi propio país. Su levantamiento ha tenido como consecuencia que debamos tomar durísimas medidas para devolver el orden a todos los territorios de Siria. Al menos, eran las palabras que no paraba de repetir para convencerme de que hacía lo correcto.

Con esa razón repitiéndose en mi mente ataqué Damasco. Dos potentes explosiones sacudieron la ciudad. Una de ellas la provoqué yo. Provoqué un alto número de fallecidos y heridos. Iniciamos el ataque a una hora en la que la gente abandonaba sus casas para ir al trabajo, al mercado, a la escuela... Se elevaron en el cielo dos columnas de humo. No soy consciente de la razón que me impulso a observar la catástrofe que yo mismo había generado. Escuchaba los gritos de los niños y con mis prismáticos veía gente que corría envuelta en llamas, madres abrazadas a sus hijos muertos, cascotes… Fue el peor suceso que había recibido Damasco, mi lugar de nacimiento.

Veía los ojos preocupados de mi mujer, Sara. Ella sabía que aquello no era correcto, pero callaba su opinión. Incluso, dejé de mirar a mi hijo a los ojos, pues en ellos se reflejaban los de los niños muertos.

Me convocaron para una nueva misión: un ataque a un colegio de la periferia de Damasco. Cuando iba a subirme al avión militar, decidí comprobar el cargamento que llevábamos: eran bombas de racimo, prohibidas por la ONU por que se abren al estallar, lanzando cientos de submuniciones de alto poder explosivo.

Las piernas me flaquearon, cerré los ojos y entré en mi avión dispuesto a dirigirme hacia el colegio. Debía obedecer las órdenes tan rápido como fuera posible.

Vi la escuela en la lejanía y por un momento dudé si aquello estaba bien. Todo sucedió en un instante: pulsé el botón y la bomba dio en el blanco. Sólo podía pensar en volver a casa; no quería que nadie mencionara lo ocurrido.

A la mañana siguiente me avisaron para una nueva misión. Antes entré en internet y comprobé el estado en el que había quedado el colegio. “Matanza en una escuela de Damasco”, rezaba el titular, “Ninguno de los fallecidos era mayor de 15 años” ¿Qué clase de monstruo había sido capaz de asesinarlos? Eran chicos de la edad de mi hijo.

Recogí mis cosas y me dirigí al avión. Entonces fui consciente de que no podría seguir así. No podía vivir en paz con el sufrimiento que había generado. Así que tomé el camino contrario al de mis compañeros y huí de Siria. Dejé a mi familia sin haberme despedido.

Sabía que las tropas de Bashar al Assad me buscarían para matarme. No podía poner en riesgo a mis seres queridos; no tenían culpa de nada.

Escribo desde Turquía. En Siria dicen que soy un renegado, un traidor a mi patria.